23 agosto 2007

Crónicas del hambre


VILLA RIO BERMEJITO, Chaco.- La mañana se presentó fresca y clara. Después de recorrer unos 40 km desde Villa Río Bermejito, el auto detiene la marcha frente a tres precarias viviendas de barro, bolsas de nylon y ramas. Apolinario Domínguez emerge lento como un espectro, raquítico, de su humilde casa y ofrece un abrazo suave. Es la imagen manifiesta de la desnutrición, la enfermedad, la marginación y la pobreza extrema. Sonríe como puede y dice: "Estoy bien, mejor". Pero las cavidades de sus ojos delatan que nada puede estar "bien o mejor" en él y que su suerte pende de un hilo a punto de cortarse, como ocurrió con la vida de otras 11 personas en esta provincia en el último mes (sobre lo que LA NACION informó hace dos semanas). Vive en las afueras de El Espinillo, un rincón a 370 kilómetros de Resistencia, en el centro de la reserva aborigen de Meguesoxochi. Es una zona adonde no llega la asistencia y donde ni siquiera hay registro de que quiera llegar. Quien ocasionalmente viene aquí tiene la sensación de que se están secando y de que nadie piensa en rescatarlos. El intendente de Villa Río Bermejito, Lorenzo Heffner, cree que los aborígenes viven inspirando lástima. "Yo quiero la cultura del trabajo y estos desacatados me quieren echar", sentencia, aparentemente pensando sólo en él. "Tengo mucha tos y me duelen la espalda, los pulmones. A veces no comemos nada, porque no hay trabajo", retruca Apolinario sin saber lo que piensa el jefe político de la zona. Lo hace ante LA NACION con un silbido que le sale del esternón castigado por el frío. Con 52 años y un cuerpo estragado por los síntomas de la tuberculosis y el Chagas, este hombre pesa apenas 42 kg. "A veces, pasamos dos o tres días sin comer, tenemos hambre", dice su sobrino Leonel Quiroga, de 17 años, que oficia de acompañante. "Tengo miedo de terminar igual, y nadie nos ayuda", agrega con tristeza. Durante varios días LA NACION recorrió la región de El Impenetrable, Chaco, donde pudo comprobar a simple vista que la comunidad toba, mayoría en esta zona de cuatro millones de hectáreas, se halla en estado desesperante. Los tobas suman unos 60.000 en toda la provincia, de los cuales unos 30.000 viven en el norte del distrito. Representan el 70% de la población total del lugar.
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Hace cuatro días que Tomasa Juárez ingiere sólo lo indispensable para mantener los ojos abiertos, pero mucho menos de lo que su cuerpo degradado requiere para erguirse, ponerse de pie y caminar unos pasos hasta donde calienta el sol. Permanece sentada en la puerta de su morada, en el paraje Fortín Lavalle. El resto de la familia fue a la iglesia; ella ya no puede moverse. "Cuando estaba sanita, íbamos todos. Era trabajadora, hacía pan, artesanías y ayudaba mucho", dice, antes de sumergirse otra vez en el silencio. De las casi 70 iglesias evangélicas que jalonan los campos en los alrededores de Villa Río Bermejito se elevan todos los días miles de plegarias que, a juzgar por el estado de los fieles, no son correspondidas. Tomasa, con una desnutrición grave, pesa 38 kg y mide 1,51 metros. El monte chaqueño es un hueco receptivo que almacena y esconde con vergüenza los acontecimientos que asoman y luego desaparecen otra vez. Pero algo anda muy mal desde hace un tiempo, según cuentan los vecinos. La muerte ronda las viviendas de los parajes como Cabeza del Buey, Pozo la China y Paso Sosa, entre otros. Un relevamiento realizado a principios del año por el Equipo Comunitario para Pueblos Originarios -que depende del gobierno nacional- del puesto sanitario A de la zona arrojó que existen otras 92 personas con distintos grados de desnutrición y malnutrición. La alerta incluye alrededor de 699 niños en un lugar donde el riesgo de muerte antes del año de vida es seis veces mayor que en la capital del Chaco. Eliseo, el guía toba que acompaña a LA NACION, indica que hay que detenerse de nuevo. "Lo único gratis es el fuego, porque todavía consiguen leña", dice antes de recibir el abrazo fraterno de Clemente Méndez, en un paraje llamado Paso Sosa. "Estoy necesitando algo de carne, hace mucho que no tenemos", dice. No hay respuesta. El Colchón El lugar: Paraje El Colchón. El escenario: una choza imposible y una mujer sentada en un catre de palos (sin colchón, valga la ironía), ropa sucia y un niño que llora sin cesar. Así habita Dalila Sosa, de 25 años, su rincón de miseria. Celia, de tres años, se para frente a su madre y se cuelga de uno de sus pechos en busca de algo para alimentarse. Dalila dice que no tiene más fuerzas. Que no prueba bocado desde hace dos días. Que el marido la abandonó. "Necesito chapas", expresa como puede y a quien la escuche. Las palabras sobran. El monte, alguna vez un medio de subsistencia para las comunidades aborígenes, ya no les provee de casi nada. Los tobas vivieron de la recolección de frutos, de la caza y de la pesca. Fueron braceros en las cosechas de algodón y también trabajaron en los hornos de carbón de leña. Todo eso quedó en el pasado a partir de la tecnificación de la recolección y el desplazamiento del algodón a otras zonas como consecuencia del desmonte indiscriminado para el cultivo de la soja. Así lo explicó el coordinador del Centro de Estudios e Investigación Social Nelson Mandela, Rolando Núñez, que también acompañó a LA NACION por la zona más castigada por el hambre. Esta organización presentó las primeras denuncias sobre enfermos y muertos por desnutrición. "No se hacen análisis de tuberculosis porque saltarían cientos de casos nuevos; las cifras negras que no integran las estadísticas abundan. Esto es un desastre humanitario. Solamente podría remediarse con control nutricional, con educación y seguimiento por muchos años", consideró Núñez. Heffner, el intendente, quien habla con un marcado acento alemán, insiste: "En este último año se entregaron menos cajones de muertos que el pasado. Hace poco murió un nene de siete días y mandamos el cajón con la vela para la familia. No me gusta que ellos sostengan su vida con el trabajo de otros lugareños; siempre tuvimos aborígenes y somos amigos de ellos, pero no se puede vivir inspirando lástima; yo quiero la cultura del trabajo. Reconozco que hay una emergencia sociosanitaria, pero es porque la gente colgó los guantes. Los aborígenes de antes trabajaban, los de ahora, no". El recorrido por los caminos del hambre continúa. Esta vez, Eliseo, el guía, decide acercarse a la casa de la familia Sosa en Cabeza del Buey. Allí lo recibe Juan, de 66 años, que padece una desnutrición aguda y, como en los casos anteriores, signos de algo que podría ser tuberculosis. "No hay ayuda, no hay más vida, la gente muere", dice con un aire agónico. Juan, al menos, está rodeado por una familia numerosa. Felipe, su hijo de unos 40 años, esgrime: "Yo soy puntero político". Nadie lo desmiente, aunque, al parecer, le ha sacado poco rédito a esa función. Por Franco Varise Enviado especial de La Nación